La decisión de huída
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La decisión de huída
El susurro del viento helado se deslizaba, allí donde terminaba la capa, trazando círculos alrededor de mis piernas. Terciopelo azul sobre piel de porcelana.
La luna iluminaba mis facciones. Aquella mirada muerta de mi rostro se perdía en la inmensidad del níveo orbe. Sus contornos se desdibujaban, expandiendo la claridad de su luz como las ondas de un lago. El punto de no retorno llegó y pestañeé para romper la barrera de lágrimas. Cayeron con suavidad.
El extenso campo blanco que había tras la verja significaba para mí un nuevo comienzo. Toda aquella nieve se extendía sobre su superficie como si jirones de nube hubiesen bajado del cielo para despedirse de mí. Doblé las rodillas y acaricié los copos con una de mis manos desnudas. La nieve intentó escapar por entre mis dedos.
Me levanté de nuevo y me dejé llevar por la corriente de aire que azotaba mi cuerpo y me agitaba el pelo contra la espalda. Aspiré una bocanada de aire, que pareció querer congelar mis pulmones, mientras echaba un último vistazo al castillo.
-Yo no soy tu capricho, hermano.
Ni tampoco el juguete que duerme en la habitación de al lado. La muñeca rota de pena y dolor que oculta los hilos que mueven su día a día.
-Se acabó.
Mis piernas se pusieron en movimiento rompiendo en miles de fragmentos los cristales del campo nevado. El crujir agónico de cada pisada me reportaba una extraña sensación desconocida.
Era libre.
La pequeña princesa heredera era libre.
[Continúa en Plaza Central]
La luna iluminaba mis facciones. Aquella mirada muerta de mi rostro se perdía en la inmensidad del níveo orbe. Sus contornos se desdibujaban, expandiendo la claridad de su luz como las ondas de un lago. El punto de no retorno llegó y pestañeé para romper la barrera de lágrimas. Cayeron con suavidad.
El extenso campo blanco que había tras la verja significaba para mí un nuevo comienzo. Toda aquella nieve se extendía sobre su superficie como si jirones de nube hubiesen bajado del cielo para despedirse de mí. Doblé las rodillas y acaricié los copos con una de mis manos desnudas. La nieve intentó escapar por entre mis dedos.
Me levanté de nuevo y me dejé llevar por la corriente de aire que azotaba mi cuerpo y me agitaba el pelo contra la espalda. Aspiré una bocanada de aire, que pareció querer congelar mis pulmones, mientras echaba un último vistazo al castillo.
-Yo no soy tu capricho, hermano.
Ni tampoco el juguete que duerme en la habitación de al lado. La muñeca rota de pena y dolor que oculta los hilos que mueven su día a día.
-Se acabó.
Mis piernas se pusieron en movimiento rompiendo en miles de fragmentos los cristales del campo nevado. El crujir agónico de cada pisada me reportaba una extraña sensación desconocida.
Era libre.
La pequeña princesa heredera era libre.
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